El arminianismo y la verdad acerca del hombre (Arminianismo, parte VI)

Sunrise-From-SpaceLa gloriosa verdad es que es el mismo carácter incurable del pecador el que le muestra dónde está la verdadera esperanza. Minimizar esta falta de esperanza  como hace el arminianismo  no es, pues, la manera de revelar la luminosidad de la esperanza que brilla en el Evangelio. Escuchemos de nuevo algunas de las palabras finales de Spurgeon, dirigidas a una vasta congregación reunida en el Exeter Hall: «Vosotros, los que no habéis sido convertidos, y no tenéis parte en la actual salvación, a vosotros digo lo siguiente: Hombre, hombre, estás en las manos de Dios. De Su voluntad depende absolutamente que vivas lo suficiente para llegar hoy a tu casa». ¿Es esto enviar a los hombres a la desesperación? ¡No! Es cerrarles todo camino que no sea el de Dios a las mismas verdades que nos revelan nuestra impotencia son las que nos orientan hacia nuestra verdadera esperanza, y nos revelan que en el Padre de misericordias hay gracia omnipotente para hacer por nosotros lo que no podemos hacer por nosotros mismos. «El calvinismo te da diez mil veces más razones para tener esperanza que el predicador arminiano, que se levanta y dice: «Hay lugar para todo el mundo, pero no creo que haya una gracia especial para hacerlos venir; si no quieren venir, no vendrán, y se acabó, es culpa suya, y Dios no les obligará a venir». La Palabra de Dios dice que no pueden venir, pero el arminiano dice que pueden; el pobre pecador se da cuenta de que no puede, pero el arminiano ha declarado positivamente que podría si quisiera».

Cuando a un hombre que ha llegado a este punto se le dice que Dios ha determinado salvar pecadores, que así como ha establecido el medio en la sangre del Calvario, ha dado también el Espíritu para aplicar los méritos de aquel sacrificio y para resucitar a los muertos en pecado  el propósito es Suyo, el don es Suyo, los medios son Suyos, el poder es Suyo; esta es exactamente la buena nueva que un alma así desmayada necesita. Para una persona que ya no confía en sí misma y que se da cuenta del desesperado mal de su corazón, no podía haber un mensaje más urgentemente necesitado que el que le enseña a mirar y a confiar en la libre gracia de Dios: «El gran sistema conocido como «Las Doctrinas de la Gracia» pone a Dios, y no al hombre, ante la mente de aquél que verdaderamente lo recibe. Todo el conjunto y plan de aquella doctrina mira hacia Dios», y esa es exactamente la dirección en que un alma convicta necesita mirar. Sus superficiales nociones religiosas le han sido arrancadas: «Antes te jactabas: «Puedo creer en el Señor Jesucristo cuando guste y todo irá bien». En otros tiempos pensabas que creer era cosa muy fácil; pero ahora no piensas así. «¿Qué me ocurre?» clamas ahora, «No puedo sentir. Peor aún, no puedo creer. No puedo recordar. No puedo refrenarme. Parezco estar poseído por el diablo. Ojalá Dios me ayude, porque yo no puedo ayudarme a mí mismo». «Cuando un hombre sabe y se da cuenta de que es verdaderamente un pecador delante de Dios, es un milagro para él creer en el perdón de los pecados; nada que no sea la omnipotencia del Espíritu Santo puede obrar esta fe en él».

 

Spurgeon tenía el suficiente conocimiento de la verdadera naturaleza de la convicción de pecado para saber que la predicación de la gracia irresistible es un deleitoso cordial para aquellos cuyas esperanzas están tan sólo en Dios. Se gloriaba en poner de relieve la verdad de que la impotencia humana no es una barrera para la omnipotencia de Dios: «El Señor, cuando se propone salvar pecadores, no se detiene a preguntarles si ellos se proponen ser salvos, sino que, como viento poderoso y acometedor, la influencia divina barre todos los obstáculos; el corazón reacio se dobla ante el potente viento de la gracia, y los pecadores que no querían ceder son llevados por Dios a ceder. Una cosa sé, que si el Señor así lo quiere, no hay hombre tan desesperadamente impío aquí en esta mañana que no pueda ser llevado a buscar misericordia, por infiel que pudiera ser; por más arraigado que estuviera en sus prejuicios contra el Evangelio, Jehová no tiene más que quererlo, y ya está hecho. En tu tenebroso corazón, ¡oh tú que nunca has visto la luz!, la luz entrarla a raudales; solamente que Él dijera: «Sea la luz», sería la luz. Puedes quizá rebelarte y resistir a Jehová; pero Él sigue siendo tu dueño, tu dueño para destruirte, si continúas en la impiedad; pero tu dueño para salvarte ahora, para cambiar tu corazón y transformar tu voluntad como transforma los ríos de agua». 

El titulo del sermón del cual procede la cita anterior, Un Sermón del año de Avivamiento, predicado en enero de 1860, nos recuerda que la fuente de esta tremenda certeza estribaba en el conocimiento consciente que Spurgeon tenía, no solamente de la doctrina dada por el Espíritu, sino de la presencia de aquel mismo Espíritu poderoso acompañando a la predicación de la Palabra. Nunca se glorió más en el poder de Dios que en estos años de avivamiento. 

Pensemos en la experiencia verdaderamente emocionante que debe haber sido estar en un campo frente a King Edward’s Road, Hackney, en medio de 12.000 personas, y oír un sermón predicado allí un martes por la tarde, el 4 de septiembre de 1855, por el pastor de New Park Street. «Creo que nunca olvidaré», escribía más tarde en su autobiografía, «la impresión que recibí cuando, antes de separarnos, la vasta multitud cantó a una voz:

Load a Dios, de quien procede toda bendición. 

Aquella noche pude entender mejor que nunca por qué el apóstol Juan, en Apocalipsis, comparaba la «canción nueva» del cielo con «la voz de muchas aguas». En aquel glorioso aleluya, las potentes olas de la alabanza parecían desplegarse hacia el cielo, en majestuosa grandiosidad, como las olas del antiguo océano se despliegan en la playa».  La lectura de las palabras que fueron predicadas aquella noche hace que sea fácil entender por qué el culto terminó estando los corazones levantados al cielo en una experiencia de maravilla y alabanza. Predicando sobre las palabras «Vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos», Spurgeon se gloriaba en el triunfo de la gracia:  «Oh, me encantan los pasajes en que Dios usa el tiempo futuro de los verbos. No hay nada comparable. Cuando un hombre usa el futuro al hablar, ¿de qué sirve? El hombre dice que hará, y nunca lo lleva a cabo; prometo, y no cumple. Pero nunca es así con Dios. Si lo dice, tendrá lugar; cuando promete, cumple. Ahora bien, aquí ha dicho que «vendrán muchos». El diablo dice «no vendrán»; pero «vendrán». Vosotros mismos decís «no vendremos»; Dios dice «vendréis». ¡SI!, hay aquí algunos que se ríen de la salvación, que son capaces de escarnecer a Cristo, y mofarse del Evangelio; pero os digo que algunos de vosotros aún vendréis. «¡Qué dices!» exclamáis, «¿Acaso puede Dios convertirme en cristiano?» Te digo que sí, pues en esto estriba el poder del Evangelio. No pide tu consentimiento, sino que lo obtiene. No dice: ¿lo quieres?, sino que hace que te ofrezcas voluntariamente en el día del poder de Dios… El Evangelio no quiere tu consentimiento, lo obtiene. Elimina la enemistad de tu corazón. Tú dices «No quiero ser salvo»; Cristo dice que lo serás. Hace que tu voluntad dé media vuelta, entonces clamas: «Señor, sálvame, o pereceré» ¡Ah, ojalá el cielo exclame: «Sabía que te lo haría decir» y entonces se goce por ti porque ha cambiado tu voluntad y ha hecho que te ofrecieras voluntariamente en el día de su poder! Si Jesucristo hubiese de venir a esta plataforma en esta noche, ¿que harían muchos con él? Si viniese y dijera: «Aquí estoy, te amo, ¿quieres ser salvo por mí?» ni uno de vosotros consentiría si dependiera de vuestra voluntad. Pero él mismo dijo: «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere». ¡Ah, esto es lo que necesitamos Y aquí lo tenemos. ¡Vendrán! ¡Vendrán! Podéis reíros, podéis despreciarnos; pero Jesucristo no habrá muerto en vano. Si algunos de vosotros lo rechazáis, hay algunos que no lo harán. Si bien algunos no son salvos, otros lo serán. Cristo verá linaje, vivirá por largos días y la voluntad de Jehová será prosperada en su mano. ¡Vendrán! Y nada en el cielo, ni en la tierra, ni en el infierno, puede impedir que vengan».

Por Iain Murray, pastor de Grove Chapel de Londres, y fundador y director de THE BANNER OF TRUTH  TRUST. Extracto del libro: “El principe olvidado“.

El arminianismo y la verdad acerca del hombre (Arminianismo, parte V)

 SunRays

Muchos buenos cristianos no saben cuales son realmente sus raices ni qué doctrinas se predicaron en la Reforma protestante del Siglo XVI. Lo que hoy se predica en la mayoría de las iglesias no tiene nada que ver ni con la Escritura, ni con las enseñanzas de los reformadores que lucharon con peligro de sus vidas por volver a las antiguas sendas enseñadas por los profetas y apóstoles.  Una de estas doctrinas que oscurece el evangelio es el arminianismo.   El arminianismo no revela plenamente el testimonio bíblico relativo a la condición de los pecadores, y no expone el terrible alcance de sus pecados. La Escritura nos presenta, no solamente como necesitados por naturaleza de salvación de la culpabilidad del pecado, sino necesitados de un poder omnipotente que nos resucite después de haber estado «muertos en delitos y pecados». No solamente estamos bajo condenación por nuestras transgresiones, sino que estamos bajo el dominio de una naturaleza caída que está enemistada contra Dios. No es solamente que hayamos cometido pecados por los cuales necesitamos misericordia, sino que tenemos una naturaleza pecaminosa que necesita ser hecha de nuevo. 

El arminianismo predica el nuevo nacimiento, pero lo predica como consecuencia de, o como acompañamiento a, la decisión humana; representa al hombre como nacido de nuevo por el arrepentimiento y la fe, como si estos actos espirituales estuvieran dentro de la capacidad de los inconversos para creer. Esta enseñanza es tan sólo posible a causa de haber evaluado insuficientemente la ruina total del pecador y, su impotencia. La Escritura dice que el hombre natural no puede recibir las cosas espirituales,  y por causa de esto la resurrección que viene de Dios debe preceder a la reacción humana. «El espíritu es el que da vida: la carne para nada aprovecha» (Juan 6:63). Es a través de Dios, quien llama y regenera, que se implanta la nueva vida, y hasta que se alcanza ese punto, la naturaleza y la voluntad del pecador están contra Dios. En la regeneración, la naturaleza es cambiada, la voluntad es liberada, el poder de la incredulidad es quebrantado y el alma vuelve a Dios en arrepentimiento y fe. Venimos al Salvador porque somos traídos por el amor del Padre, y sin esa atracción eficaz, dice Cristo, nadie vendrá jamás (Juan 6:65).

La enseñanza arminiana invierte el orden bíblico y coloca la decisión humana antes que el acto divino. «La mirada santa de Dios», dice el Dr. Graham, «discierne la pecaminosidad de todos los corazones, y llama a todos a pasarse al bando de Dios en contra de sí mismos. Hasta que se ha efectuado, la fe es absolutamente imposible. Esto no limita la gracia de Dios, pero el arrepentimiento abre camino a la gracia de Dios».

El llamamiento en este contexto es, evidentemente, no el poderoso llamamiento íntimo de Cristo, sino el mandato y la invitación externa del predicador que nos llama a la decisión. Dicho de otro modo, hasta que se ha tomado la decisión, no es posible que ocurra nada más. El arrepentimiento ha de preceder al nuevo nacimiento: «Vosotros abrís vuestro corazón», aconseja el Dr. Graham a los hombres, «y le permitís que entre. Renunciáis a todo pecado y a todos los pecados. Renunciáis y os entregáis, por fe.  En aquel preciso instante, tiene lugar el milagro de la regeneración. Llegáis a ser de hecho una nueva criatura moral. Queda implantada la naturaleza divina».  Es evidente que no se trata de una diferencia de terminología, sino una apreciación distinta de la posición de los no regenerados. El arminiano cree que a través de una influencia general de la gracia de Dios el hombre natural puede actuar de manera que, según promete el predicador, dará por resultado la salvación. La gracia en este contexto no es evidentemente gracia salvadora, porque se extiende igualmente a los que perecen; de hecho no es gracia en absoluto en el uso bíblico del término.

Es precisamente en ese punto de la muerte espiritual que el Espíritu Santo sale el primero al encuentro de los hombres en cuanto a su  poder salvador, y los levanta del sepulcro del pecado. El arrepentimiento y la fe no se pueden ejercer hasta que se ha implantado la vida, y, por consiguiente, estos actos espirituales son «el primer resultado visible de la regeneración”. «El arrepentimiento evangélico no puede existir jamás en un alma no regenerada». Somos tan impotentes para cooperar en nuestra regeneración como lo somos para cooperar en la obra del Calvario, y así como es la sola Cruz la que paga la culpabilidad del pecado, así también es la sola regeneración la que se enfrenta con su poder.

Spurgeon sostenía que la realidad de la posición del pecador no puede reconocerse plenamente hasta que se haya aclarado de modo inconfundible esta verdad de la necesidad de una obra sobrenatural del Espíritu de Dios: «Pecador, pecador inconverso, te advierto solemnemente que jamás puedes por ti mismo nacer de nuevo, y aunque el nuevo nacimiento es absolutamente necesario, te es completamente imposible, a menos que Dios Espíritu Santo lo haga…». «Haz lo que sea, aun en el mejor de los casos habrá una división tan ancha como la eternidad entre ti y el hombre regenerado… Es preciso que el Espíritu de Dios te cree de nuevo, tienes que nacer de nuevo. El mismo poder que levantó a Jesús de entre los muertos ha de ser ejercido para levantarnos de los muertos; la mismísima omnipotencia, sin la cual no podrían haber existido ni los ángeles ni los gusanos, ha de salir nuevamente de sus cámaras y efectuar una obra tan grande como en la primera creación, para hacernos de nuevo en Cristo Jesús nuestro Señor. La misma Iglesia Cristiana trata de olvidarlo constantemente, pero tantas veces como esta antigua doctrina de la regeneración es presentada de modo categórico, Dios se complace en favorecer a Su Iglesia con un avivamiento…».

«A menos que Dios Espíritu Santo, que «produce así el querer como el hacer», obre sobre la voluntad y la conciencia, la regeneración es una imposibilidad absoluta, y por lo tanto también lo es la salvación. «¡Cómo!», exclama alguien, «¿Quiere usted decir que Dios interviene de modo absoluto en la salvación de cada uno para regenerarlo?» Sí, en la salvación de toda persona hay en efecto una intervención del poder divino, por el cual el pecador muerto es resucitado, el pecador reacio es hecho voluntario, el pecador desesperadamente empedernido recibe una conciencia tierna, y el que había rechazado a Dios y despreciado a Cristo es conducido a arrojarse a los pies de Jesús. Ha de haber una interposición divina, una obra divina, una influencia divina, o de lo contrario, hagáis lo que hagáis, perecéis y sois asolados: «El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios»».

«No olvidemos jamás que la salvación de un alma es una creación. Ahora bien, nadie ha podido jamás crear ni una mosca. Sólo Jehová crea. Ningún poder, humano o angélico, puede inmiscuirse en este glorioso terreno del poder divino. La creación es campo de actividad de Dios. Ahora bien, en todo cristiano hay una creación absoluta: «Creados de nuevo en Cristo Jesús». «El nuevo hombre, creado según Dios en la justicia.» La regeneración no es la reforma de principios que ya existían, sino la implantación de algo que no existía; es la colocación en un hombre de algo nuevo llamado el Espíritu, el nuevo hombre; la creación, no de un alma, sino de un principio aún más elevado, tanto más elevado que el alma, como el alma es más elevada que el cuerpo. En el hecho de que un hombre sea llevado a creer en Cristo, hay una verdadera manifestación apropiada del poder creador, como cuando Dios hizo los cielos y la tierra…». «Sólo el que formó los cielos y la tierra podía crear una nueva naturaleza. Es una obra sin igual, única y sin rival posible, dado que el Padre, el Hijo y el Espíritu han de cooperar en ella, pues para implantar la nueva naturaleza en el cristiano, ha de haber el decreto del Padre Eterno, la muerte del bendito Hijo, y la plenitud de la operación del adorable Espíritu. Ciertamente es una obra inmensa. Los trabajos de Hércules no eran sino bagatelas comparados con éste; matar leones e hidras, y limpiar los establos del rey Augías, juego de niños en comparación con la renovación de un espíritu recto en la naturaleza caída del hombre. Observad que el apóstol afirma (Filipenses 1:6) que esta buena obra fue comenzada por Dios. Evidentemente no creía en aquel notable poder que algunos teólogos atribuyen al libre albedrío; no adoraba esa moderna Diana de los Efesios».

Conviene recordar que estas palabras no son las de un conferenciante, sino las de un evangelista, un hombre que durante más de treinta y cinco años predicó, en Londres, a 5.000 o más personas cada domingo –un pescador de almas que anhelaba ver cómo los hombres eran llevados a Cristo. Para Spurgeon ésta no era tan sólo una cuestión de ortodoxia teológica; sabia que estas verdades producen un profundo impacto práctico en las conciencias de los oyentes. Demuelen la propia suficiencia hasta que los hombres quedan impotentes a la vista de Dios y no pueden escapar a la naturaleza desesperada de su condición: «Hay en estas doctrinas algo que penetra hasta el alma del hombre. Otras formas de doctrina se deslizan como el aceite sobre una lápida de mármol, pero ésta los cincela y corta hasta lo más vivo. No pueden evitar el darse cuenta de que aquí hay algo, aunque den coces contra ello, que tiene fuerza especial, y tienen que preguntarse: «¿Es eso verdadero o no?» No pueden contentarse con injuriarlo y entregarse a la placidez».

Por Iain Murray, pastor de Grove Chapel de Londres, y fundador y director de THE BANNER OF TRUTH  TRUST. Extracto del libro: “El principe olvidado“.

El arminianismo oscurece la gracia (Arminianismo, parte IV)

Spurgeon PredicandoNos oponemos al arminianismo enérgicamente, ya  que el espíritu de ese sistema conduce directamente al legalismo, pues si bien los Arminianos evangélicos niegan la salvación por las obras, la consecuencia de los errores doctrinales que sostienen les lleva a dar mayor importancia a la actividad del pecador, y a dirigir el énfasis primordialmente hacia la voluntad y el esfuerzo humanos en cuanto a la salvación. Este es el resultado lógico de un sistema que considera que la decisión humana es el factor crucial para determinar quién es salvo, y que presenta la fe como algo que todo hombre puede ejercer si así lo desea. 

El Dr. Grabam, por ejemplo, escribe: «No conocemos a Cristo a través de los cinco sentidos físicos, pero le conocemos a través del sexto sentido que Dios ha dado a todo hombre: la capacidad de creer”. Si Dios ha dado esta capacidad a todos los hombres, el punto decisivo ha de depender de la reacción humana, ya que es evidente que no todos son salvos. Esta consecuencia es aceptada por el arminianismo: «Este amor de Dios», dice el Dr. Graham, «que es inconmensurable, inconfundible e infinito, este amor de Dios que abarca todo lo que un hombre es, puede ser rechazado por completo. Dios no forzará a ninguno a aceptarle contra su voluntad… Pero si tú realmente lo deseas, es preciso que creas; tienes que tomarlo» . La intención es hacer énfasis en el «tú», y de modo inevitable se da la impresión de que sólo nuestra fe puede salvarnos, como si la fe fuera la causa de la salvación. Esto es el mismísimo reverso del concepto de Spurgeon sobre el espíritu de la predicación del Evangelio. «Yo no podría predicar como arminiano» dice, y en el siguiente pasaje nos declara exactamente por qué: «Lo que el arminiano desea hacer es despertar la actividad del hombre; lo que el arminiano desea hacer es suprimirla de una vez para siempre, para mostrarle que está perdido y en ruinas, y que sus actividades no están ahora en lo más mínimo a la altura de la obra de conversión; que debe mirar las cosas de arriba. Ellos procuran hacer que el hombre se levante; nosotros procuramos derribarlo y hacer que se dé cuenta de que está en las manos de Dios, y que lo que le corresponde es sujetarse a Dios y clamar: «Señor, sálvanos o perecemos». Sostenernos que el hombre no está nunca tan cerca de la gracia como cuando empieza a comprobar que no puede hacer nada en absoluto. Cuando dice: «Puedo orar, puedo creer, puedo hacer esto, y, lo otro», se perciben en su frente los signos de la propia suficiencia y la arrogancia”.

El arminianismo, haciendo que el amor y la salvación de Dios dependan del cumplimiento de ciertas condiciones por parte del pecador, en vez de ser enteramente de gracia, fomenta un error que es preciso combatir con la máxima energía: «¿No veis en seguida», dice Spurgeon, «que esto es legalismo; que esto es hacer que nuestra salvación dependa de nuestra obra; que es hacer que nuestra vida eterna dependa de algo que nosotros hacemos? Más aún, la misma doctrina de la justificación, tal como la predica un arminiano, no es otra cosa que la doctrina de la salvación por las obras, a fin de cuentas; pues siempre piensa que la fe es una obra de la criatura, y una condición para ser aceptado. Es tan falso decir que un hombre se salva por la fe considerada como obra, como decir que se salva por las obras de la Ley. Somos salvos por la fe como don de Dios, y como primera señal de su favor eterno para con nosotros; pero no es la fe como obra nuestra lo que salva; de otra manera seríamos salvos por las obras, y no totalmente por la gracia”. «Nosotros no le hemos pedido que hiciese el pacto de la gracia» declara en otro sermón. «No le hemos pedido que nos eligiera. No le hemos pedido que nos redimiese. Estas cosas fueron efectuadas antes que naciésemos. No le hemos pedido que nos llamara por su gracia, pues, ¡ay de nosotros!, no conocíamos el valor de ese llamamiento, y estábamos muertos en delitos y pecados, sino que gratuitamente nos dio su amor, no buscado, pero ilimitado. La gracia preventiva vino a nosotros, desbordando todos nuestros deseos, todas nuestras voluntades, todas nuestras oraciones». «¿Me ama Dios por el hecho de que yo le amo? ¿Acaso me ama Dios porque mi fe es fuerte? Entonces, tiene que haberme amado por algo bueno que había en mí, y esto no corresponde al Evangelio. El Evangelio presenta al Señor amando a los que no lo merecen y justificando a los impíos, y por lo tanto es preciso que deseche de mi mente la idea de que el amor divino depende de las condiciones humanas».

El arminianismo, al oscurecer la gloria que pertenece exclusivamente a la gracia de Dios, cae bajo la condenación apostólica y es, por consiguiente, un error suficientemente grave para que no quepa la transigencia. Podemos tener comunión con hermanos que están bajo la influencia de estos errores, pero en la predicación y la enseñanza de la iglesia no puede haber fluctuaciones ni medias tintas en cuanto a semejante cuestión.

Por Iain Murray, pastor de Grove Chapel de Londres, y fundador y director de THE BANNER OF TRUTH  TRUST. Extracto del libro: “El principe olvidado“.

El arminianismo y la unidad de la Palabra de Dios (Arminianismo, parte III)

Imagen de SpurgeonEn primer lugar, Spurgeon sostenía que el Arminianismo no afecta meramente a unas cuantas doctrinas que puedan separarse del Evangelio, sino que abarca la unidad entera de la salvación bíblica, y afecta a nuestro punto de vista sobre el plan entero de la redención casi en todos sus puntos. Consideraba que la ignorancia del contenido total del Evangelio era la causa principal del Arminianismo,  y que los errores de aquel sistema impiden entonces a los hombres captar toda la unidad divina de las verdades bíblicas y percibirlas en sus verdaderas relaciones y debido orden. El Arminianismo trunca la Escritura y milita contra la plenitud de visión que se precisa para que Dios sea glorificado, Cristo exaltado y el creyente corroborado en estabilidad. Cualquier cosa que así incline a los cristianos a conformarse con menos que esta plenitud de visión es por consiguiente asunto grave al que es preciso oponerse: «Quisiera que estudiarais asiduamente la Palabra de Dios hasta que alcancéis una idea clara de todo el plan desde la elección hasta la perseverancia final, de la perseverancia final a la segunda venida, la resurrección y las glorias que han de seguirla, por los siglos sin fin». Spurgeon no se cansaba jamás de introducir, en sus sermones, sumarios de la anchura y la inmensidad del plan de salvación de Dios, y al mismo tiempo de la gloriosa unidad de todas sus partes. Damos a continuación un ejemplo típico, sacado de un sermón sobre Gálatas 1:15, titulado Agradó a Dios.

«Creo que en estas palabras percibiréis que el divino plan de la salvación está presentado muy claramente. Como veis, empieza en la voluntad y el agrado de Dios: «Cuando agradó a Dios». El fundamento de la salvación no está en la voluntad del hombre. No empieza con la obediencia del hombre, prosiguiendo entonces hacia el propósito de Dios; sino que aquí está su comienzo, aquí está el manantial del cual manan las aguas vivas: «Agradó a Dios». Después de la voluntad soberana y la buena voluntad de Dios viene el acto de la separación, comúnmente conocido con el nombre de elección. En el texto se nos dice que este acto tiene lugar aun en el seno materno, con lo cual se nos enseña que tuvo lugar antes de nuestro nacimiento, cuando aún no podíamos haber hecho nada en absoluto para conquistarlo o merecerlo. Dios nos apartó desde la parte y el momento más iniciales de nuestro ser; y ciertamente, mucho antes que esto, cuando aún no habían sido formadas las montañas y las colinas, y los océanos no habían sido hechos por su poder creador, El, en su propósito eterno, nos había apartado para Si. Luego, después de este acto de separación, vino el llamamiento efectivo: «y me llamó por su gracia». El llamamiento no causa la elección; sino que la elección, brotando del propósito divino, causa el llamamiento. El llamamiento viene como consecuencia del propósito divino y la elección divina, y observaréis cómo la obediencia sigue al llamamiento. De modo que el proceso es así: primeramente el propósito sagrado y soberano de Dios; luego la elección o separación neta y definida; a continuación el llamamiento efectivo e irresistible; y después la obediencia para vida, y los deleitosos frutos del Espíritu que de ella brotan. Yerran, ignorando las Escrituras, los que colocan cualquiera de estos procesos antes que los demás, apartándose del orden en que los da la Escritura. Los que colocan en primer lugar la voluntad del hombre, no saben lo que dicen, ni conocen lo que afirman». De modo que el arminianismo es culpable de confundir las doctrinas y de actuar como obstrucción en el entendimiento claro y lúcido de la Escritura; por tergiversar o ignorar el propósito eterno de Dios, disloca el significado de todo el plan de la redención. Cierta-mente, la confusión es inevitable aparte de esta verdad fundamental:

«Sin ella falta la unidad de pensamiento, y hablando generalmente no tienen la menor idea de un sistema de teología. Es casi imposible hacer teólogo a un hombre, así nos parece, meter a un joven creyente en una escuela teológica durante años; pero a menos que le mostréis este plan básico del pacto eterno, hará pocos progresos, porque sus estudios carecen de coherencia, no ve cómo una verdad encaja con la otra, y cómo todas las verdades han de armonizar juntas. En cambio, permitidle tener una idea clara de que la salvación es por gracia; que descubra la diferencia entre el pacto de las obras y el pacto de la gracia; que entienda claramente el significado de la elección, al mostrar el propósito de Dios, y su relación con otras doctrinas que demuestran la perfección de aquel propósito, y desde aquel momento está en buen camino para llegar a ser un creyente instructivo. Siempre estará preparado para presentar, con mansedumbre y reverencia, razón de la esperanza que hay en él. Las pruebas son palpables. Tomad cualquier condado de Inglaterra, y descubriréis hombres pobres, plantando setos y cavando, que tienen mejor conocimiento de la teología que la mitad de aquellos que proceden de nuestras academias y universidades, por la única y simple razón de que estos hombres, en su juventud, han aprendido ante todo el sistema del cual la elección es centro, y luego han hallado que su propia experiencia cuadraba exactamente con él. Sobre aquel buen fundamento han edificado un templo de conocimientos santos, que han hecho de ellos padres en la Iglesia de Dios. Todos los demás planes no sirven para edificar, no son sino madera, heno y hojarasca. Colocad sobre ellos lo que queráis, y caerán. No tienen sistema de arquitectura; no pertenecen a ningún orden de razón ni de revelación. Un sistema descoyuntado hace que su piedra superior sea mayor que su fundamento; hace que una parte del pacto esté en desacuerdo con otra; hace que el cuerpo místico de Cristo no tenga ninguna forma en absoluto; da a Cristo una esposa a quien El no conoce ni escoge, y la coloca en el mundo para ser unida a cualquiera que le acepte; pero El no puede escoger en lo más mínimo. Esto estropea todas las figuras que se usan con referencia a Cristo y su Iglesia. El plan excelente y antiguo de la doctrina de la gracia es un sistema que, una vez recibido pocas veces es abandonado; cuando se aprende apropiadamente, moldea los pensamientos del corazón, e imprime un sello sagrado sobre el carácter de los que ya han descubierto su poder».

Whitefield Predicando al Aire LibreSe ha dicho con frecuencia que el calvinismo no tiene mensaje evangelístico cuando se trata de predicar la Cruz, debido a que no puede decir que Cristo murió por los pecados de todos los hombres en todas partes. Pero la expiación era el centro de toda la predicación de Spurgeon, y lejos de pensar que para el evangelismo es indispensable una expiación universal, sostenía que si la posición arminiana fuese verdadera, no habría una redención real que predicar, ya que el mensaje del Evangelio quedarla sumido en la confusión. Creía que una vez los predicadores cesan de colocar la Cruz en el contexto del plan de la salvación, y ya no se ve que la sangre derramada es «la sangre del pacto eterno», ya no es solamente el alcance de la expiación lo que está en tela de juicio, sino su mismísima naturaleza. Por otra parte, si sostenemos, como hace la Biblia, que el Calvario es el cumplimiento de aquel gran plan de la gracia en que el Hijo de Dios llegó a ser el Representante y Cabeza de los que fueron amados por el Padre antes de la fundación del mundo (Efesios 1a), entonces, y de una sola vez, quedan establecidos la naturaleza y el alcance de la expiación. El hecho de que Su muerte fue de naturaleza sustitutiva (llevando Cristo el castigo de los pecados de otros), y que fue padecida a favor de aquellos con los cuales Él estaba relacionado por el pacto de la gracia, son dos verdades que están esencialmente conectadas.

Contra tales personas, declara la Escritura, no es posible presentar acusación de pecado, y el don de Cristo a ellos deja fuera de duda el hecho de que Dios les dará juntamente con Él todas las cosas gratuitamente (Romanos 8:32 33).

Así debe ser, pues la expiación significa, no solamente que se ha provisto salvación del pecado en cuanto afecta a la naturaleza humana (la servidumbre y la contaminación del pecado), sino, lo que es más maravilloso, sal¬vación del pecado en cuanto nos hace culpables y nos condena a ojos de Dios. Cristo ha cargado con la condenación divina, condenación que carece de sentido a menos que sostengamos que era el juicio a causa de los pecados de las personas,  y así, por Su sacrificio, satisface y quita Él la ira que merecía Su pueblo. En Su Persona, Él ha satisfecho plenamente las exigencias de la santidad y la ley de Dios, de modo que ahora, sobre la base de la justicia, el favor divino ha quedado garantizado para aquellos en cuyo lugar el Salvador sufrió y murió. Dicho de otro modo, la Cruz tiene un aspecto en que mira a Dios; fue una obra propiciatoria por la cual el Padre es pacificado, y es precisamente sobre esta base, a saber, la obediencia y la sangre de Cristo, que todas las bendiciones de la salvación fluyen gratuitamente y con certeza hacia los pecadores. Esto es lo que tan claramente se enseña en Romanos 3:25,26: «Se demuestra que Dios no sólo es misericordioso para perdonar, sino que es fiel y justo al perdonar al pecador sus pecados. La justicia ha sido plenamente satisfecha, y garantiza su liberación. Aun el primero de los pecadores aparece, en el sacrificio propiciatorio de su Fiador, como verdaderamente digno del amor Divino, porque, no sólo es perfectamente inocente, sino que tiene la justicia de Dios»  (11 Corintios 5:21). Spurgeon se gloriaba en esta verdad: «Ha castigado a Cristo, ¿por qué habría de castigar dos veces por una trasgresión? Cristo ha muerto por todos los pecados de su pueblo, y si tú estás en el pacto, eres del pueblo de Cristo. No puedes ser condenado. No puedes padecer por tus pecados. Hasta que Dios pueda ser injusto, y exigir dos pagos por una sola deuda, no puede destruir el alma por quien Jesús murió».

El Arminianismo evangélico predica una expiación sustitutiva y también se aferra a una redención universal, pero, debido a que sabe que esta universalidad no garantiza la salvación universal, tiene que debilitar inevitablemente la realidad de la sustitución, y representarla como  algo más indefinido e impersonal  una sustitución que no redime de hecho, sino que hace posible la redención de todos los hombres. Según el Arminianismo, la expiación no tiene relación especial con ninguna persona individual, y no hace segura la salvación de nadie. Por la misma razón, esta enseñanza tiene también la inevitable tendencia a disminuir el valor de la propiciación y a oscurecer el hecho de que la justificación viene a los pecadores, no sobre la base de su fe, sino exclusivamente a causa de la obra de Cristo. No es la fe la que hace que la expiación sea eficaz para nosotros, sino que es la expiación la que ha obtenido la justificación y la justicia de los pecados, y aun la fe por la cual nos apropiamos de estas bendiciones es un don del cual Cristo es autor y  dueño por adquisición. De modo que, si bien el Arminianismo no niega que la naturaleza de la expiación sea vicaria, siempre hay peligro de que lo haga, Y esta es una de las razones de que, en más de una época de la historia, el Arminianismo haya desembocado en un modernismo que niega totalmente la sustitución y la propiciación. Una vez se ha aceptado en la Iglesia una visión borrosa y oscura de la expiación, es más que probable que la generación siguiente llegue a la vaguedad suprema de un hombre como F. W. Robertson, de Brighton, de quien se ha dicho: «Robertson creía que Cristo hizo algo que, de algún modo, tenía una relación con la salvación.»

La reciente nueva publicación de la obra de John Owen: La muerte de la muerte en la muerte de Cristo, que examina detalladamente la importancia de esta cuestión por medio de la exégesis bíblica, hace que sean innecesarios más comentarios aquí, y la posición de Spurgeon era la misma que la del gran puritano. Nuestro propósito al presentar esta particular doctrina en el presente contexto es tan sólo mostrar que Spurgeon consideraba que constituía más que una disputa sobre el alcance de la redención. Predicando sobre La Redención Particular, en 1858, decía: «La doctrina de la redención es una de las más importantes del sistema de fe. Un error en este punto desembocará inevitablemente en un error en todo el sistema de nuestras creencias». Más de veinte años después, ésta seguía siendo todavía su convicción: «La gracia de Dios no puede verse frustrada, y Jesucristo no murió en vano. Creo que estos dos principios son la base de toda doctrina sana. La gracia de Dios no puede ser frustrada pase lo que pase. Su propósito eterno se cumplirá, su sacrificio y su sello serán eficaces; los escogidos por gracia serán traídos a gloria».

«El Arminiano sostiene que Cristo, cuando murió, no murió con el intento de salvar a alguien en particular; y enseña que la muerte de Cristo no garantiza en sí, por encima de toda duda, la salvación de ningún hombre viviente… se ven obligados a sostener que si la voluntad del hombre no cediese, rindiéndose voluntariamente a la gracia, la expiación de Cristo sería inútil… Nosotros decimos que Cristo murió de tal manera que obtuvo infaliblemente la salvación de una multitud que no se puede contar, que por la muerte de Cristo no sólo puede ser salva, sino que es salva, es preciso que sea salva, y en ningún caso puede caer en peligro de ser otra cosa sino salva». Cuando se renunciaba a esta posición, consideraba Spurgeon que las consecuencias eran tan grandes que nadie podía adivinar en qué errores una persona podía incurrir: «Después de haber creído en la redención universal, son llevados a la blasfema deducción de que la intención de Dios ha sido frustrada, y que Cristo no ha recibido lo que se propuso alcanzar cuando murió. Si pueden creer eso, les tendré por capaces de creer cualquier cosa… ». La doctrina arminiana de la expiación es de este modo una ilustración importante de la confusión que esta enseñanza introduce en la unidad de las Escrituras.

Por Iain Murray, pastor de Grove Chapel de Londres, y fundador y director de THE BANNER OF TRUTH  TRUST. Extracto del libro: «El principe olvidado«.

Una antigua controversia. (Arminianismo, parte II)

Spurgeon evidentemente consideraba que la diferencia entre el calvinismo y el Arminianismo era algo concreto y detallado, y no meramente una cuestión de «equilibrio» o proporción en la verdad. No entendía por Arminianismo un «énfasis» en la responsabilidad humana, pues predicaba la responsabilidad del hombre tan enérgicamente como el que más. Creía menos aun que una posición bíblica consecuente abarque ambas posiciones; muy al contrario, encontraba difícil tener paciencia cuando se enfrentaba con tal confusión: No creáis, dice, «que es preciso que tengáis errores en vuestra doctrina para haceros útiles. Tenemos a algunos que predican el calvinismo en la primera parte del sermón, y terminan con el Arminianismo, porque creen que esto los hará útiles. ¡Necedades inútiles!  Esto es lo que logran. Si un hombre no puede ser útil con la verdad, no puede serlo con el error. Hay suficiente provisión en la doctrina pura de Dios, sin necesidad de introducir herejías, para predicar a los pecadores». El hecho es que en la controversia entre los dos sistemas hay cuestiones doctrinales definidas, y cuando un hombre se enfrenta con estas cuestiones, ha de defender un sistema u otro.

Algunas de estas cuestiones pueden formularse como sigue:

  • ¿Hay un plan eterno de redención por el cual Dios ha determinado salvar, por medio de Cristo, a ciertas personas a quienes Él ha escogido?
  • ¿Hace este plan eterno una provisión para la concesión gratuita de todo lo necesario para su cumplimiento, o esta SU cumplimiento condicionado por la aceptación del hombre?
  • Cuando Cristo murió, ¿aseguró infaliblemente la redención de todos aquellos a quienes representó como sustituto?
  • ¿Es cierto que el Espíritu Santo, al regenerar pecadores, lleva a cabo plenamente el propósito del Padre y aplica sin falta la obra redentora de Cristo? O ¿Es posible resistir la obra regeneradora del Espíritu Santo?
  • ¿Llegamos a ser regenerados, o nacidos de nuevo, a causa de nuestra fe y arrepentimiento, o es la fe el efecto y resultado de la regeneración?

Probablemente habrá quien desee poner objeciones a la mera formulación de preguntas como éstas. Los breves artículos doctrinales del evangelicalismo moderno -a diferencia de las confesiones reformadas de los siglos XVI y XVII- nada tienen que decir sobre estas cuestiones; es de presumir que esto es debido a no considerarse ya necesario. La actitud prevaleciente ha sido la de fruncir el ceño ante las proposiciones claras y definidas de la verdad, y luchar por preservar el carácter oscuro e indefinido, como si esto último fuera más espiritual y bíblico, y más adecuado para preservar la un unidad. Por consiguiente, no ha de sorprender que en semejante atmósfera de escasa visibilidad espiritual, se haya vulgarizado la idea de que un hombre puede ser al mismo tiempo Arminiano y calvinista. William Cunningham define la verdadera posición con su acostumbrada exactitud cuando dice que la consideración de todas las discusiones y controversias sobre estos puntos «confirma decididamente la impresión de que hay una clara línea de demarcación entre el principio fundamental de los sistemas de teología agustiniano o calvinista y el Pelagiano o Arminiano; que el verdadero status questionis en la controversia entre estos bandos puede comprobarse fácil y exactamente; que puede sin dificultad llevarse al punto en que los hombres pueden y deben decir Sí o No, y, según digan una u otra cosa, pueden ser tenidos por calvinistas o Arminianos, y puede llamárseles así con plena justificación».

 No nos proponemos formular las respuestas de Spurgeon a las preguntas antes planteadas (en todo caso las respuestas serán lo suficientemente obvias atendiendo a los pasajes que se van a citar), sino más bien examinar por qué creía que los errores del Arminianismo eran tan perjudiciales para la Iglesia. Sólo partiendo de la Escritura, se puede determinar si tenía razón en su actitud y en atacar el protestantismo contemporáneo como lo hizo; pero ha de ser evidente para todos que éste es un tema de importancia vital para nosotros, ya que afectará esencialmente nuestra opinión del Evangelicalismo en la época actual. Al explorar las razones de la firme posición de Spurgeon frente al Arminianismo, no estamos, pues, excavando simplemente algún antiguo campo de batalla de la antigüedad teológica; el hecho de que la cuestión se preste tanto todavía a la controversia demuestra que tiene mucho que ver con la presente situación de las iglesias.

Por Iain Murray, pastor de Grove Chapel de Londres, y fundador y director de THE BANNER OF TRUTH  TRUST. Extracto del libro: «El principe olvidado«.

La perversión doctrinal en la Iglesia se repite. (Arminianismo, parte I)

Foto de SpurgeonEl punto de vista de Spurgeon en cuanto a la situación religiosa era que la Iglesia estaba siendo tentada «por el Arminianismo al por mayor», y que su necesidad primordial no era simplemente más evangelismo, ni siquiera más santidad (en primer lugar), sino el retorno a la plena verdad de las doctrinas de la gracia, a las que, para concretar, estaba dispuesto a llamar calvinismo. Es evidente que Spurgeon no se consideraba a si mismo simplemente como evangelista, sino también como reformador cuyo deber era «dar más prominencia en el mundo religioso a las antiguas doctrinas del Evangelio»… ‘La antigua verdad que Calvino predicó, que Agustín predicó, que Pablo predicó, es la verdad que debo predicar hoy, o de lo contrario sería infiel a mi conciencia y a mi Dios. No puedo ser yo el que dé forma a la verdad; ignoro lo que es suavizar las aristas y salientes de una doctrina. El evangelio de Juan Knox es el mío. El que tronó en Escocia ha de tronar de nuevo en Inglaterra». Estas palabras, que colocó al principio del capítulo titulado Defensa del Calvinismo en su Autobiografía, nos llevan de nuevo al centro de su ministerio en New Park Street; hay en este hombre un celo reformador y un fuego profético que, si bien despertó a algunos, excitó a otros a la ira y la hostilidad. Spurgeon habló como hombre convencido de que conocía la razón de la ineficacia de la Iglesia, y aunque tuviera que ser la única voz, no callarla:

«Ha surgido en la Iglesia de Cristo la idea de que en la Biblia se enseñan muchas cosas que no son esenciales; que podemos alterarlas un poquito para facilitar las cosas; que con tal que andemos rectamente en lo fundamental, lo demás no es importante… Mas esto sabed: la menor violación de la ley divina traerá juicios sobre la Iglesia, y ha traído juicios, y en este mismo día está impidiendo que la mano de Dios nos bendiga… La Biblia, toda la Biblia, y nada más que la Biblia, es la religión de la Iglesia de Cristo. Y hasta que a esto volvamos, la Iglesia tendrá de sufrir…

«¡Ah, cuántos ha habido que dijeron: «Los antiguos principios puritanos son demasiado duros para estos tiempos; los alteraremos, los sintonizaremos un poco»! ¿Qué te propones, insensato? ¿Quién eres tú que te atreves a tocar una sola letra del Libro de Dios al que Dios ha rodeado de trueno, en aquella tremenda sentencia en que ha escrito: «Si alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro. Y si alguno quitaré de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad.» Cuando pensamos en ello, nos damos cuenta de que es algo terrible que los hombres no se formen un juicio apropiado y correcto acerca de la Palabra de Dios; que el hombre deje un solo punto de ella sin escrutar, un sólo mandato sin estudiar, extraviando así quizás a otros, mientras nosotros mismos actuamos en desobediencia a Dios…

»Nuestras victorias en la Iglesia no han sido como las victorias de tiempos antiguos. ¿Por qué es así? Mi teoría para explicarlo es la siguiente: en primer lugar, el Espíritu Santo ha estado ausente de nosotros en gran medida. Pero si llegáis a la raíz para saber la razón, mi otra respuesta, más completa, es ésta: la Iglesia ha abandonado su pureza original, y por lo tanto, ha perdido el poder. Si hubiese dejado todo lo erróneo; si por la voluntad unánime del cuerpo entero de Cristo se hubiera abandonado toda ceremonia indeseable, toda ceremonia no ordenada en la Escritura; si se rechazara toda doctrina no apoyada por la Sagrada Escritura; si la Iglesia fuese pura y limpia, su senda iría hacia adelante, triunfante y victoriosa…    «Esto podrá parecernos de poca importancia, pero en realidad es asunto de vida o muerte. Quisiera suplicar a todo cristiano: Piénsalo bien, amado hermano. Cuando algunos de nosotros predicamos el calvinismo, y algunos el Arminianismo, no podemos ambos tener razón, es inútil tratar de pensar que podemos; «Sí», y «No», no pueden ser los dos verdad… La verdad no oscila como el péndulo que marcha atrás y adelante. No es como el cometa, que está aquí, allí, y en todas partes. Es preciso que uno tenga razón y el otro esté equivocado”. Spurgeon no tenía la menor duda de que era este énfasis el que provocaba la intensa oposición a su ministerio: «Se nos culpa de ser hipers; se nos considera la chusma de la creación; apenas hay ministros que nos miren o hablen favorablemente de nosotros, porque defendemos puntos de vista enérgicos en cuanto a la soberanía de Dios, sus divinas elecciones, y su especial amor hacia su propio pueblo». Predicando a su congregación en 1860, decía: «No ha habido una iglesia de Dios en Inglaterra en los últimos cincuenta años que haya tenido que pasar por más pruebas que nosotros… Apenas pasa día en que no caiga sobre mi cabeza el más infame de los insultos, en que la difamación más horrible no sea pronunciada contra mí tanto en privado como en la prensa pública; se emplean todos los medios para derrocar al ministro de Dios, se me lanzan todas las mentiras que el hombre puede inventar… No han frenado nuestra utilidad como iglesia; no han mermado nuestras congregaciones; lo que había de ser tan sólo un espasmo -un entusiasmo que se esperaba que durase solamente una hora-  Dios lo ha incrementado día a día; no a causa de mí, sino a causa de aquel Evangelio que predico; no porque hubiese algo en mí, sino porque me presento como exponente del calvinismo sencillo, directo y honrado, y porque procuro hablar la Palabra con sencillez”. Spurgeon no se sorprendió de la enemistad que se manifestaba contra su proclamación de las doctrinas de la gracia: «Hermanos, en todos los corazones hay esta natural enemistad hacia Dios y hacia la soberanía de su gracia». «He sabido que hay hombres que se muerden los labios y rechinan los dientes rabiosos cuando he estado predicando sobre la soberanía de Dios… Los doctrinarios de hoy aceptan un Dios, pero no ha de ser Rey, es decir, escogieron un dios que no es dios, y antes siervo que soberano de los hombres». «El hecho de que la conversión y la salvación son de Dios, es una verdad humillante. Debido a su carácter humillante, no gusta a los hombres. Esto de que me digan que Dios ha de salvarme si he de ser salvo, y que estoy en sus manos, como la arcilla está en las manos del alfarero, «no me gusta», dice uno. Bien, ya pensé que no te gustaría; ¿quién soñaría siquiera que iba a gustarte?”.

Por otra parte, Spurgeon consideraba el Arminianismo como popular debido a que servía para aproximar más el Evangelio al pensar del hombre natural; acercaba la enseñanza de la Escritura a la mente mundana. El punto de vista común del cristianismo era aceptado por los hombres simplemente porque no era la enseñanza de Cristo, «Si la religión de Cristo nos hubiera enseñado que el hombre era un ser noble, solo que un poco caído -si la religión de Cristo hubiese enseñado que por su sangre había quitado el pecado de todo hombre, y que todo hombre, por su propio y libre albedrío, sin la gracia divina, podía ser salvo – ciertamente sería una religión muy aceptable para la masa de los hombres”.

El aguijón del comentario de Spurgeon se debía a que esto era precisamente lo que un protestantismo superficial estaba predicando como fe cristiana. Así, al atacar los conceptos mundanos del cristianismo que circulaban, Spurgeon no podía evitar minar también lo que tantos, dentro de la Iglesia, estaban realmente predicando. ¡No es de extrañar que hubiese gran revuelo! Pero Spurgeon no cejó, porque creía que las antiguas verdades eran suficientemente poderosas para transformar este siglo. En un sermón sobre El Mundo Trastornado, declaró: «Cristo ha trastornado el mundo en lo tocante a nuestros conceptos religiosos. La masa humana cree que si un hombre quiere ser salvo, esta voluntad es todo lo que se precisa. Muchos de nuestros predicadores predican en efecto esta máxima mundana. Dicen a los hombres que han de predisponerse a sí mismos. Ahora bien, oíd cómo el Evangelio trastorna esta idea. «No depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia.» El mundo quiere tener también una religión universal; pero ved cómo Cristo derroca esta ambición: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo.» Nos ha escogido de entre los hombres: «Elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer»».

Por Iain Murray, pastor de Grove Chapel de Londres, y fundador y director de THE BANNER OF TRUTH  TRUST. Extracto del libro: «El principe olvidado«.